La Salmantina
Llegué y Salamanca ya dormía como duermen las palomillas durante el día. El inminente olor a caca de perro me recordó dónde estaba: la esperada tierra Ibérica.
Calles vacías de españoles pero llenas de juerga Erasmus me dieron la bienvenida.
Su piso era viejo y deprimente, el vestíbulo ostentaba un gastado bajorrelieve con motivos Dionisiacos, como si todo él recordara tiempos mejores, cuando respetables gachupines residían ahí en lugar de estudiantes extranjeros.
De la vida salmantina ni hablar, un paseo por la Plaza Mayor (idéntica a la de Madrid) y un recorrido por sus múltiples bares es suficiente para saber que ahí no pasa nada.
Un día bueno transcurre en un sillón lo suficientemente sucio, viejo y pulgoso como para intentar rascarse a sí mismo, mirando un programa de televisión en el que decenas de chinos hacen el ridículo lastimeramente.
El francés que está a mi lado tose sin taparse la boca, esparciendo el virus de las paperas. La brasileña discute con mi anfitrión sobre si debe pagar la cuota de víveres comunales aunque ella no tome café.
No sé si la gota que derramó el vaso fue que una palomilla se posó sobre mi mejilla impregnándome de ese polvo infame que la cubre o que sin previo aviso me percaté de que mi tan esperada Luna de Miel preboda se conviertió en una pesadilla marital.
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